Marcus Rashford, un chiquillo que no cumple 20 años hasta octubre, manejó el partido a su antojo. Van Gaal lo presentó al mundo. Mourinho lo está moldeando a su gusto. Rashford tiene zancada, regate y disparo. Bota incluso los córners, en un síntoma de la jerarquía que el entrenador portugués le ha concedido. Al catálogo de virtudes futbolísticas añade tretas inesperadas en alguien tan imberbe. La ingenuidad de su rostro es una máscara. La lesión de Zlatan Ibrahimovic le permite disparar su crecimiento.

Rashford aprende rápido las enseñanzas de Mourinho. En la primera parte se le salió una bota en una internada en el área. Comenzó a calzársela fuera del campo. Se dio cuenta de que dejaba provisionalmente a su equipo con diez, así que se introdujo en la cancha con su pie todavía descalzo, obligando al árbitro a detener el juego.

El goleador del partido controló también el ritmo del choque en su retirada. Se fue a la esquina más alejada del campo cuando supo que iba a ser sustituido. Se mostró dolorido, demorándose en cada paso. Y si algún jugador céltico se lo afeaba o intentaba apurarlo, Rashford aprovechaba para encararse con él. Un siglo duró su paseíllo hasta la banda. El árbitro le indicó a los célticos que añadiría después en la prolongación el tiempo que el inglés había perdido. Por las grietas del cronómetro siempre se escapa algún segundo. Y no se pueden reparar los grados de temperatura que Rashford le había bajado al partido en un momento en el que el Celta intentaba reaccionar a su gol.

Mourinho habrá sonreído orgulloso del jugador, talentoso y astuto, a su hechura. Tal vez Sir Bobby Charlton haya torcido más el gesto. El Manchester United fue siempre un equipo de hermosas cargas suicidas, romántico, desprovisto de cálculos. Ese United queda para la memoria y el palco. Este es el United industrial de Mourinho.