En estos tiempos de invasión del coaching y de las técnicas modernas de motivación alguna vez habrán escuchado la leyenda del peregrino que cerca de Chartres, en Francia, se encontró con tres canteros que estaban picando piedra al sol. Empujado por la curiosidad, el viajero le preguntó al primero de ellos en que consistía su trabajo y éste le respondió de mala manera que estaba harto y agotado de tanto moldear piedra bajo un sol de justicia, que su aspiración era dedicarse a otra cosa y escapar para siempre de aquel lugar. Se arrimó luego al segundo y le formuló la misma pregunta. El cantero le miró resignado y le dijo "estoy ayudando a hacer un muro. Es un trabajo muy duro, pero al menos me gano la vida y puedo dar de comer a mis hijos". Por último, el peregrino llegó a la altura del tercer obrero y repitió el proceso. El cantero le miró, sonrió y dijo: "Estoy levantando una hermosa catedral".

Ese tercer cantero, el que con un puñado de piedras bien trabajadas es capaz de imaginar la catedral que serán un día, es Eduardo Berizzo. La historieta sirve para explicar lo importante que es la actitud a la hora de encarar un trabajo o un objetivo y ayuda a ver mucho más allá de lo evidente. Desde que puso el pie en Vigo para dirigir al equipo, avalado por un currículo como técnico aún escaso, Berizzo lo hizo convencido de que llegaba al Celta para levantar una catedral, para aparcar todos esos viejos complejos, liberar al equipo de la pesada carga que suponían las derrotas pasadas y empujarlo lo más lejos posible, allí donde nadie había alcanzado. Ayer lo consiguió. Acompañado de una plantilla de jugadores para quienes defender esa camiseta no es un trabajo más, el Celta ha borrado el estigma de esos cuartos de final malditos que acompañaron al club desde el año 2001. Marsella, Lens y Barcelona, por unos motivos o por otros, formaban parte de la inmensa leyenda negra de este club. Tres eliminatorias cargadas de drama, de malas decisiones, de injusticias arbitrales y en las que la historia pesó mucho más que la calidad de la fabulosa plantilla que tenía el Celta entonces. A la hora de la verdad, aquellos futbolistas que eran capaces de desarbolar un domingo cualquiera a los mejores equipos del país no pudieron con la pesada carga que suponían los casi ochenta años de vida del club, la sequía de títulos y de finales. No es tan fácil acabar con el fatalismo por muy buen equipo que tengas. Llega el momento en el que los partidos no se ganan solo con las piernas, sino con las entrañas. Y eso le faltó al maravilloso Celta de comienzos de siglo.

Ante ese mismo desafío, el que no fueron capaces de saltar Mostovoi, Karpin y compañía, una plantilla que abanderan un grupo de chicos nacidos en Moaña, Matamá, Catoira y Marín elevaron al Celta a una dimensión absolutamente desconocida. Y lo hicieron con la herida aún reciente de Vitoria, donde se apagó uno de esos sueños cuando solo faltaban nueve minutos para alcanzar la prórroga. En aquella ocasión, con la amargura y el dolor cubriéndolo todo, decíamos que la obligación del equipo era levantarse, aprender y seguir llamando a esa maldita puerta a la espera de que un día se abriese al final. De la derrota ante el Alavés aprendió Berizzo y también lo hicieron sus futbolistas. En Genk el Celta, irregular en el desarrollo del partido, tuvo la entereza y la personalidad que le faltaron en Marsella, en Lens y también en Barcelona. Cuando el viento sopló en contra y las plegarias llenaban la ciudad, supieron apretar los dientes para que nadie pudiese con su sueño. Todos ellos vieron con claridad la catedral de la que Berizzo lleva meses hablándoles desde que por primera vez les miró a los ojos.