Ayer me acordé de Amigo, un pastor alemán, hijo de un campeón de belleza parido en la misma Alemania. Y por partida doble. Me supo a mal el café, y no por falta de sacarina, sino por la noticia del periódico que mostraba un perro que llevaba cinco años preso a una cadena y la foto de un perro callejero de este mi pueblo, en la puerta del bar, abandonado, y famélico al que una parafarmacia desde hacía ya algunos días buscaba dueño.

Amigo fue el capricho de la Primera Comunión de mi hijo, quien se lo pidió a una prima mía, vendedora de animales, pájaros, y otros especímenes raros como pueden ser monos o invertebrados y peces exóticos.

Estoy hablando de 200.000 o 300.000 pesetas de aquellos tiempos, que era el precio de un pedigrí, carné de identidad y pasaporte -foto incluida- y chip. Aprendió, pronto y de prisa todo lo que fui capaz de enseñarle. Y siempre para bien.

Lo que no fui capaz de quitarle fue su animadversión a todo felino que se le cruzase en el camino. Imposible.

La línea divisoria entre el respeto o cariño y el maltrato y la vejación animal, no ha dejado nunca de ser tenue, difusa, brumosa y en consecuencia muy imprecisa y confusa, hasta cierto punto a lo largo y ancho de nuestras aldeas. Ejemplos aún todavía abundan hoy con enormes cadenas y recorridos en huertas y garajes.

A veces, paseando por este mi pueblo de Negreira, me dan incluso pena algún que otro perrito chiquitín, juguete de sus dueñas, a las que se les nota grandes deficiencias en el trato que una mascota se merece.

No lo digo yo, que también, lo dice mi amigo y vecino más viejo de la parroquia, que nada es grande ni pequeño, si no es por comparación.

Sirva esto de recordatorio a un perro muy fiel y muy Amigo con el que disfruté durante unos quince años.