La violencia, especialmente la que se practica como forma de extorsión política mediante el terror, es intrínsecamente perversa, moralmente aborrecible e incompatible con ejercicio de la democracia y la libertad.

Tras el horror de tantos años de plomo, corremos el riesgo de querer olvidar deprisa, como si el hecho de que ETA ya no matara nos eximiera de reconocer a las víctimas el papel que deben jugar en la construcción de una sociedad reconciliada. Hay que esclarecer la gran cantidad de asesinatos que todavía están por resolver. Hay que contar adecuadamente el relato de lo sucedido, se tiene que saber quiénes son las víctimas, sus nombres y apellidos. Hay que saber quién murió y quién mató, para evitar que, en tiempos de postverdad, otros nos cuenten los hechos edulcorados, o directamente tergiversados. En los últimos días, tristemente, hemos asistido a algún caso de estos.