Les doy mi palabra de honor de que cuanto hoy les cuento aquí es cierto y verdadero. Por eso les sigo hablando de este mi amigo, el más viejo de mi parroquia, lo cual no quita que pueda ser una obviedad de primero de tertulia. Es un personaje enormemente creativo a la hora de relatar hechos pasados, y más si son hechos, que aunque no les hagamos mucho caso, merecen la pena ser oídos. Sobre todo cuando están tan bien contados como solo él los suele aliñar con esa salsa producto de los años y una pizca de irónica picaresca.

Sacudiendo los paraguas a la entrada misma de la taberna, el paso de un seiscientos de color verde nos detuvo y nos hizo seguir su lenta carrera hasta perderse en la primera curva. Antes de besar la taza, y sin siquiera tiempo de elección alguna, dudando entre vino o chupito, me cuenta mi amigo que cuando salieron los 600, coincidiendo con la expansión del casco urbano de Santiago con su Ensanche, un padre quiso hacer un regalo a sus dos hijos, ya padres de familia, un farmacéutico y una notaria -y no se tome esta profesión como un exabrupto feminista- o bien un coche 600 o un piso en Santiago, a escoger. Uno quiso y aceptó el coche y la otra un piso. Rondaban los dos el mismo precio; ochenta mil pesetas, de las pesetas de aquellos tiempos.

Que el piso lo siguen disfrutando los nietos es bien sabido por familiares y amigos. Del coche hace bastantes o muchísimos años que no conserva siquiera alguna de sus piezas más duras o resistentes, el volante que ahora conduce debe de ser ya de su sexto auto.

Rumiando mi elección entre vino y chupito, -siguiendo la nueva costumbre- remacho la confidencia del más viejo diciéndole, que bienaventurados y bienaventuradas sean todos y todas a los y a las que pueden escoger entre dos opciones o alternativas, aunque luego resulte que no ha sido ni apropiado ni la adecuada. Y aplicándome el cuento, sigo renegando del vino que me ha caído hondo en lugar de elegir un chupito. Y no espero el "tarde piaches" de mi amigo.