Hoy, por motivos que no vienen a cuento, me dirijo al trabajo en Vitrasa. Subo en una parada cualquiera de la subida a A Madroa y me sorprende gratamente ver que ya desde su origen circula con una gran ocupación. Suben muchas personas mayores o con problemas de movilidad en todas las paradas y me entristece ver cómo la gente joven permanece impávida en sus asientos, buceando en sus móviles como si no hubiese un mañana más allá de sus pantallas. Nadie se levanta y cede su sitio, es igual la edad o condición de quien sube a bordo, no se cede un sitio ni en los mejores sueños. Cómo hemos cambiado, como dice la canción y lo dejo ahí, sin juzgar, que cada uno saque sus propias conclusiones.

Un poco más abajo, en la avenida del Aeropuerto, suben cuatro jóvenes de unos 16 o 17 años, cómo no, enganchados a su móvil como si de un soporte vital se tratase. En la siguiente parada sube un invidente de poca estatura, nadie se levanta a pesar del tintineo de su bastón buscando camino y hueco, por no levantar, ni siquiera lo hacen los ojos de sus móviles, parece como si a nadie le importase nada situado más allá de su propio ombligo.

Pero, en ocasiones puntuales, aparece una luz en la oscura noche e ilumina el complejo universo de la condición humana, ya que uno de esos cuatro jóvenes levanta su vista, se saca los cascos, mete el móvil en el bolsillo de su cazadora y salta hacia el invidente, a quien toma por el brazo, lo protege, lo acerca al lugar reservado para PMR y le conduce su mano hacia la barra lateral, a su alcance esta. La gente mira, nadie se levanta, el chaval lo protege y al mismo tiempo todos recibimos una magistral clase de educación, humanidad y compromiso con los valores más esenciales del ser humano.

Desconozco el nombre de ese chico, pero me quedo con las expresiones de los rostros de quienes viajábamos en ese bus. El de la señora mayor que esbozó una sonrisa, probablemente amparada en algún recuerdo de su juventud, cuando la gente era humana. La de la niña de unos siete años que recibe una clase magistral y le gusta.

La del indolente cuarentón al que parecíamos deberle todos algo y no se inmuta. Las de muchos viajeros bajando la vista, quizá avergonzados de no haber hecho lo correcto.

Las de sus tres amigos, inmensas estas, geniales e indescriptibles con palabras, ya que acababan de encontrar a un líder. O la mía, que no la vi, pero tuvo que ser buena para hacer que escriba esta estas letras.

Chaval, seas quien seas, vivas donde vivas, si lees esta carta, que sepas que actos tan simples, tan humanos y nobles como el que realizaste ante todos nosotros en la mañana del 30 de noviembre, en el número 27 de las 8.25 de la mañana, son los que pueden conseguir que el mundo que os dejamos los adultos sea el que merecéis y no el que parece os vais a encontrar.

Por favor, no cambies y dale la enhorabuena a tus padres. Un honor haber viajado contigo.