En esto como en todo, de un tiempo a esta parte las cosas ya no son lo que eran. Naturalmente, hay excepciones, pero no son las que aquí me mueven a teclear esto. De la certeza visual propia, ilustrada de primera mano que no proviene de la lectura de algunos libros, pero quizás más de conversaciones de barras de bar, que al final acaban convirtiendo en absoluta certeza o creencias de fe, puedo asegurar que en este mi pueblo me han pasado y me están pasando cosas de hondo calado o de alto voltaje, como prefieran.

Recuerdo de aquellas fiestas de antaño, -cincuenta años o más atrás- donde el patriarca cebaba cuidadosamente un becerro para la fiesta patronal, en donde se juntaban cuarenta o más familiares en torno a unas enormes perolas de chocolate y donde dormían hacinados en el enorme fayado sembrado de paja y mantas conforme iban llegando y bromeando -a gotas- de la verbena los más jóvenes hasta altas horas de la madrugada. Todo era un bullicio en la gran casa de la aldea.

Recuerdo, también, aquellas interminables partidas de brisca o tute después de las pantagruélicas comidas haciéndome el dormido para escuchar tratando de descifrar lo que los mayores decían entre risas y sorbos de aguardiente. Me quedó muy gravada la de aquel alejado familiar, octogenario ya, refiriéndose a la misa mayor de su patrón cuando aún joven, debajo mismo de la tribuna pecó religiosamente viendo como las mozas del coro, entre canto y canto, dejaban sobresalir sus pies y piernas, quizás para abanicarse, -váyase a saber- por la pieza de tela que ornaba la tribuna en tal señalado acontecimiento. Fue la única vez que más atento y pendiente estuvo de lo que allí arriba se le ofrecía. Como en aquella misa, nunca jamás tuvo ocasión ni volvió a pecar tan religiosamente, decía una y otra vez, por más que otras veces ocupase tan privilegiado lugar. La imagen de su rostro, evocando con los ojos en blanco aquellos gloriosos momentos aún perdura en mi memoria. Ya digo; son recuerdos. Pero, sino de los edificantes, si de los bonitos.