Dando por bueno (¡y quién soy yo para cuestionarlo!) el vaticinio de Ortega y Gasset: "El problema catalán solo se puede conllevar porque nunca tendrá solución", y resignados, pues, a tal suerte, algo bueno ha de poder extraerse de la actual situación, más allá de que ya todo el mundo se permite hablar del artículo 155.

Como ocurre con los embalses cuando las sequías dejan al descubierto las inmundicias que hay en el fondo, también aquí la actual crisis catalana deja al descubierto las miserias del separatismo que, aunque sospechadas, jamás habían aflorado con tanta nitidez como ahora. Ya conocíamos la manipulación descarada de la historia; el adoctrinamiento en los centros de enseñanza; el descarado control de los medios de comunicación, no solo de los locales y algunos nacionales, sino también de los internacionales, a cuyos enviados especiales atiborran con fiestas y presentes para que loen en sus crónicas las bondades de la Arcadia feliz y denuncien al mundo la subyugación a que los somete el malvado Estado español, o cómo gastan el tiempo y dilapidan ingentes cantidades de dinero colocando a sus leales en las falsas embajadas por el mundo, etc., pero ahora, y como colofón a tantas miserias, hayamos otra más: quienes les apoyan.

Unos iluminados que vinieron para salvar el mundo y, en nombre de la democracia, llaman a la desobediencia de las leyes que no les gustan (aunque algunos sean profesionales del Derecho), porque lo que persiguen es la destrucción del sistema y, para ello, qué mejor que empezar por la desintegración de España.