Durante las últimas décadas hemos asistido a desatinos estructurales en los edificios sanitarios, sobre todo en los centros de salud. Se han construido algunos tan pequeños que limitan la movilidad y, por el contrario, otros tan grandes que los usuarios se pierden en ellos. Ahora abundan los desproporcionados en relación a los recursos humanos y/o la población asignada. Son fruto de la falta de planificación o de la pura improvisación; un indicador de irracionalidad basculante (de la cicatería al despilfarro), que entraña incomodidad e inseguridad para profesionales y pacientes.

Sorprenden los contrastes en los centros de salud: edificaciones minúsculas para albergar un equipo de salud numeroso y enormes construcciones que acogen tres o cuatro profesionales.

¡Andamos por los extremos! Además, sin atender a un modelo o patrón funcional. Olvidando lo estético, asistimos a una variedad inconcebible de edificaciones con predominio de aberraciones arquitectónicas. Desde centros aislados con caprichosas formas a extraños adosados, desde bajos de edificios de viviendas a anexos de complejos ajenos (verbigracia el anexo del antiguo Hospital Xeral de Vigo y futura Ciudad de la Justicia). En general, para todos los (malos) gustos.

Y si, en general, los exteriores no suelen ser hermosos, los interiores tampoco iluminan nuestras pupilas (o acaso alarman cuando favorecen el hacinamiento). Por eso seguimos admirando a los clásicos, que seguían patrones establecidos en la construcción de edificios, aprovechando sus ventajas: rapidez y eficacia, familiaridad y adaptación, facilidad de manejo o de movimiento y, por encima, ahorro en costes. En este sentido, diseñar centros de salud en planta baja (no gasto de ascensor, no riesgos de caídas?) y luminosos (menos luz eléctrica), nos parecen claves.