Hoy, bajo un cielo dibujado a gris, se ha desperezado el día. Llueve, débilmente llueve.

El agua aploma las hojas de los árboles precipitándolas, alfombrando las aceras de los paseos, de las alamedas? Y he sentido como una llamada; como una necesidad interior de salir a la calle, al encuentro de la mañana. Sentir la humedad en mi rostro. El primer rostro de cambio de ciclo, del cambio de estación. Pasear sobre el lecho de las hojas. Mirar a lo alto de los árboles y observarlas en su sigilosa, en su balanceante, en su cadenciosa caída.

Ya está ahí, ya se intuye, ya se aproxima. Comienza a trepar por los troncos de los árboles despintando, envejeciendo la naturaleza. Es la avanzadilla. Es el aliento de un otoño ya en horizonte.

Y de repente, un par de despistadas nubes que se han soltado de la mano abriendo un huequecito. Y me he quedado inmóvil. Observando como por aquella pequeña ventana se asomaba, tímida, su mirada, la mirada azul del cielo. Y me he sentido feliz. Por la llovizna sobre mi rostro, por los árboles, por las hojas que ponen sonido a mis pisadas. Por ese ojo azul del cielo que me observa y me acompaña. Por esas pequeñas cotidianeidades con las que la naturaleza nos sorprende y agasaja. Pequeñas cosas que capturamos al vuelo. Que nos llenan y nos hacen soñar. Que nos hacen sentir.

Pequeñas cosas que nos hacen exclamar ¡Sí, merece la pena vivir!