Que la suerte me libre de quien confío pues, de quien no confío me puedo cuidar yo solo.

En un mundo ideal esta frase carecería de sentido alguno: en uno, en el que la maldad, en cualquiera de sus manifestaciones no tuviese cabida. Soy plenamente consciente que esto es tan imposible como que Donal Trump se corte el flequillo o Jean-Marie Le Pen entienda el significado de la Marsellesa. A pesar de ello, puedo asegurar que ese mundo existe en personas frágiles, inocentes, carentes de cualquier necesidad de venganza. Lo sé porque yo comparto mi vida con uno de esos seres excepcionales, que como las más bellas flores necesitan de cuidados para no ser marchitados por su entorno.

Mi hija es autista y, como muchos otros discapacitados psíquicos, no han desarrollado estrategias para sobrevivir a pesar de que para ello tengan que perjudicar a otros. Es por ello que siempre dependerán de alguien que les proteja de una sociedad que está diseñada para que el más débil perezca.

Todo esto era tan evidente para mí como que en Eurovisión siempre ganan los mismos, hasta que recientemente me crucé en la calle con una vecina discapacitada psíquica que posee bastante autonomía. Hablando con ella me dijo: "La persona que me cuida". Esas palabras me parecieron preciosas pronunciadas por ella. Porque al fin y al cabo, todos desearíamos tener la certeza que al menos existe una persona que se preocupa de nosotros de forma desinteresada. Pero al mismo tiempo esa frase era la clara evidencia de la dependencia; que en el caso de mi hija, se prolongará aún cuando yo no esté para sufrirla y a veces para disfrutarla. Ahora, me dicen que es como si se fuese a la universidad a una residencia. ¡Qué ironía! Debo suponer que también irá de fiesta alguna noche, se enamorará de algún chico, tal vez cuando acabe la carrera llegue a realizar parte de sus sueños. E incluso, si es lo suficientemente valiente, decidirá traer un hijo a un mundo que no se lo merece.

La realidad, es que estoy delante de esas primeras fotos en la que después de años se mantenía sentada en la playa a mi lado, y me pregunto si le he fallado, si no he llegado a ser la persona que la tenía que cuidar. Porque ahora lo tendrán que hacer otros por mí. Lo tendrán que hacer por las noches cuando alguno de sus habituales dolores o miedos le acechen aprovechándose de que yo ya no estaré ahí para protegerla, para cuidarla. Intento engañarme a mí mismo cada segundo del día en esta dolorosa cuenta atrás diciéndome que puede que sea algo temporal, que encontraré la forma de recuperar nuestro tiempo, de vivir eternamente para poderla cuidar siempre.