La última batalla que cualquier individuo debiera librar sería aquella que erradicase definitivamente la estupidez humana. Pero, por desgracia, aún no nos hemos dado cuenta de que ningún depredador ha sido diseñado para ser feliz. Si alguna de esas casas de apuestas que proliferan como los champiñones cubriese la predicción de que nos extinguiremos antes de que aprendamos a convivir en un mundo relativamente justo en el que unos pocos no enardezcan a unos muchos contra otros muchos en base a intereses meramente personales, me haría multimillonario. A pesar de todo ello ya no tengo miedo a un holocausto nuclear, quizás porque durante mi infancia me he imaginado tantas veces ese escenario que ya ha formado parte de vida como el calor del verano o el antaño frío del invierno: la eterna amenaza nuclear en la que somos meros peones de una cuestión de glándulas seminales, como es el caso en Corea del Norte.

Aún así parece ser que es algo que al pueblo americano necesita imperiosamente como elixir mágico frente a sus problemas: ganar. Ganar siempre; en cualquier ámbito, ya sea deportivo, financiero, tecnológico o militar. La cuestión es que en las guerras todos pierden. Es una lección dolorosa que no interiorizaron en Vietnam o Afganistán, Irak... Sin embargo, la última guerra que han librado en su propio país ha sido la de Secesión (1861-65). Sufrieron el ataque de Pearl Habor, y una intentona desesperada del ejército nazi en la costa este de EE UU con tres de los famosos submarinos U-Boot.

Esto quiere decir que desconocen lo que es ver cómo tus casas, tu trabajo, todo lo que quieres y necesitas desaparece bajo el ejército invasor. Por eso es tan fácil ver la guerra en la comodidad del sofá de casa mientras la sangre derramada en países lejanos engrasa los engranajes de las tan lucrativas empresas armamentísticas.