Desolado por todos los indicios que me indicaban que se había extinguido, que no quedaba esperanza para un ¨buenos días, un "¿en qué puedo ayudarle?". Y justo cuando ya me había dado por vencido en la convicción de que la amabilidad y el trabajo bien hecho eran cuestiones de un pasado menos trepidante, me encuentro con él, con Roberto: un hombre amparado tras una viva mirada amplificada por sus grandes gafas, y abrigado por un contundente bigote, uno que muestra la misma determinación que él imprime en su buen hacer cada vez que alguien reclama su ayuda en el Hospital Álvaro Cunqueiro para encontrar alguna consulta dentro de las entrañas de ese laberinto. Incluso, a veces cuando ve a alguien despistado es él mismo quien de motu propio se dirige a la persona para preguntarle en qué le puede ayudar. Pena que Roberto sea un "taxón lázaro" de nuestra sociedad; un "fósil" que consideraba extinto y, sorprendentemente por su singularidad, vuelve a aparecer.

Hoy en día, quizás por las penosas condiciones laborales, quizás por el entorno más agresivo que hemos conformado, observamos otro tipo de actitudes mucho más indolentes, como si fuésemos animales dentro de una jungla en la que los más débiles siempre son la presa. O al menos, así me sentí yo después de que la médico rehabilitadora viese a mi hija en sus revisiones habituales para que le dijese a una niña con una gran discapacidad que casi no puede subir cuestas que estirase como lo hacen los corredores, y que eso resolvería de forma milagrosa sus problemas. Está claro que mi hija, en una especie de esperpento, casi termina en el suelo ante la mirada prepotente de esa doctora con apellido de depredador.

Está claro que la atención que reclamamos nunca es la misma que estamos dispuestos a dispensar, porque siempre conseguiremos ampararnos en algún falso argumento que nos conduzca al olvido de aquel trabajo que algún día habíamos anhelado desempeñar.