Existe en medio de la clase gobernante que padecemos algún que otro político -algunos hay, y no son pocos, créanme- y partido que sigue razonando y discurriendo que no solo los votantes sino incluso también los militantes estamos hechos de una sola pieza y que somos el último apretón de esa tuerca que tiene ya la rosca completamente inservible. Me pasma su constante obsesión por hacer las cosas mal, aunque muchos no se enteran ni se enterarán de que aquel primigenio problema se ha magnificado y convertido sus soluciones en otros tantos contratiempos, impedimentos o preocupaciones. Se lamentan por su obsesión por ser siempre noticia incluso a contracorriente y celebrando su ausencia corporal de todo acontecimiento de gran relevancia histórica, viviendo de la conflictividad permanente y su voluntad persistente de mostrar su sentido de la provocación que alcanza ya lo grotesco. Incluso alguno se enoja cuando la gente no les vota mostrando su pobreza moral revestida de santa resignación pensando que su evangelio es invención original cuando el populismo es más viejo que las pesetas.

Viene esto a cuento porque, reflexionando, hubo un tiempo en que fue necesario arbitrar la necesidad de internar a los locos. Exigencia u obligación que a todos les pareció un gran avance de la racionalidad y de la medicina preventiva, estimándose como una conquista de que los orates anduviesen por las calles e incluso pudiesen llegar a altos puestos de dignidad social o política. Pero por lo que se oye, se ve y se lee alguno debió quedar fuera, ni siquiera entrar o lo que es peor; escaparse.