Quizá a alguien pueda sonarle a monserga lo que nuevamente transcribo. Tratándose de otro acontecimiento hasta podría almacenarlo en esa parte de objetos perdidos de nuestro cerebro. Pero esa etapa de mi vida en la que la muerte me robó a quien debo lo que soy marcó un antes y un después en mi forma de entender la doctrina de la existencia humana.

El tiempo no se detiene y los granos de arena que van cayendo en el bulbo inferior de ese reloj incombustible que no entiende de júbilos y aflicciones señalan las cuatro décadas que han transcurrido desde la muerte de mi padre. Aquel fatídico primero de septiembre jamás lo olvidaré. Una fecha indeleble que ha quedado grabada a fuego en mi mente y que marcó el desenlace triste y prematuro de mi infancia. La muerte tenía su presa y convertía nuestro hogar en un lugar de dolor y desolación.

La imagen de mi madre con su rostro pálido y cubierto de lágrimas velando el cuerpo inerte y amortajado de su esposo aún no ha conseguido borrarse en mi cerebro después de cuarenta años. Aquella tarde de estío, la casa que me había visto crecer era de pronto un improvisado tanatorio, donde el innumerable gentío hacía que aquellas cuatro paredes, otrora testigos de ternuras y alegrías, pareciesen murallas hacia el infinito. Las horas posteriores al sepelio marcarían el camino que seguiría una madre viuda con sus tres hijos menores.

El paso del tiempo y el remanso de afecto y calor de hogar de mis abuelos actuaría de analgésico para el desconsuelo de nuestros corazones. Sin embargo, no existe terapia que pueda llenar el vacío que deja un padre. A pesar del tiempo transcurrido, hoy es el día que todavía sueño con el mío y recupero, aunque sea de forma imaginaria, mi infancia perdida.