El próximo 4 de septiembre, el Papa Francisco canonizará en Roma a la Madre Teresa de Calcuta, la mujer más importante del siglo XX, que ha dejado una huella imborrable en la historia, y cuya figura se engrandece a medida que pasa el tiempo. Su misión, su devoción implacable a los más pobres de los pobres, la ejerció con humildad y coraje; todo lo que tocaba lo traspasaba de amor, y lo que tocaba era a aquellos seres humanos que malvivían en las chabolas, los que pernoctaban en las calles, los enfermos de lepra, tuberculosis y de sida.

Su pequeña estatura se contraponía a su extraordinaria altura moral y a su enorme fortaleza de espíritu. Su apariencia frágil y su figura encorvada con el paso del tiempo, eran el contrapunto de una fe firme como una roca. A esta humilde mensajera se le encomendó la misión de proclamar el amor de Dios por la Humanidad; los que sufren son realmente la carne de Cristo. Su alma estaba llena de la luz de Cristo, inflamada de amor por Él y ardiendo por un único deseo: saciar su sed de amor y de almas.

En 1946, la Madre Teresa escuchó dentro de su corazón: "Tengo sed. Mi pequeña, te necesito? No temas, estaré siempre contigo?". Entendió perfectamente lo que Jesús desde la Cruz le estaba encargando: dignificar la vida y la muerte de los "no deseados, los no amados, aquellos de los que nadie se ocupaba". Su amor a Dios le inspiró amarle acogiendo a cada ser humano abandonado que la Providencia traía a su puerta o le ponía en el camino.

Teresa de Calcuta hizo de madre de miles de niños; ellos eran sus predilectos y su "mejor maestro". Jamás rechazó a un niño enfermo o abandonado y defendió con gran coraje su derecho a nacer.

En 1979, ganó el Premio Nobel de la Paz, agradeciéndolo en nombre de los más pobres entre los pobres. Es famoso su apasionado discurso denunciando el sufrimiento de los desfavorecidos y la indiferencia del mundo, lo que oprimía su desgastado pero ardiente corazón.