Me encontré con un amigo de la juventud al que no veía desde hace más de treinta años y aparte de la alegría y sorpresa, que ha sido grande, nos hemos cerciorado que ambos los dos estamos atacados por la misma maldición; la obesidad que nos hace, entre otras cosas, movernos con la velocidad de un buque varado, todo ello con los jocosos comentarios e interpretaciones que cualquier persona sensata entiende y comprende bajo el desliz superficial de expresiones ridículas e intencionadas que el caso requiere, pero eso sí, sin estropear el pasodoble.

Ya con dos copas por delante de la realidad celebrando dicho encuentro recordando aquellos felices tiempos, en cierto momento contemplando nuestras barrigas cerveceras, me preguntó interesado por cuál era mi cuota. Y como quiera que no le entendiera o comprendiera mal, sexualmente hablando entendí, pues aunque no sea cazador conozco perfectamente por donde suelen ir los tiros, me dijo que él había decidido abonarse a la de 50 céntimos. Y como siguiera sin comprenderlo me explicó detallada y pedagógicamente tirando al suelo dos monedas; una de veinte y otra de cincuenta céntimos. Y a continuación se agachó con el trabajo y dificultad propios del caso para recoger la de cincuenta y darle una violenta patada a la de veinte.

Lo entendí perfectamente. Esto es lo que hay, vino a decir, y creo que lo dijo bastante claro.

Después de algunos días, usando la disculpa como torpeza, y aunque mi querido amigo me gane unos kilos de más, yo aún sigo dudando entre la cuota de 20 ó 50 céntimos. Y aunque a mi economía se la pueda llamar tercermundista, tampoco creo que esto se le considere un acto de despilfarro.