Los brutales decibelios de las orquestas y atracciones en el centro de las localidades, que permiten y potencian las propias Administraciones en los festejos populares, desafiando tímpanos y cristales a todo vatio hasta bien entrada la madrugada, no importan. Todos los pueblos tienen afueras, zonas sin población donde poder ubicar este tormento anual (playas, áreas industriales, descampados...). Lo que no tiene un pase es que se insista en someter cada verano a miles de personas de toda condición a la condena de sufrir música ensordecedora y tener que sortear además aguas fecales para llegar a sus propias casas. Dudo que cosas así sucedan en los países más subdesarrollados del planeta.

Aunque, más que trasladar la feria de sitio, procede sin duda abrir un sereno debate sobre este lamentable e insano modelo de festejos que seguimos padeciendo, por más que sirva para incrementar el gran negocio de las multinacionales del alcohol o para alimentar el vano orgullo de los atorrantes de turno que creen que seguir así es lo mejor de lo mejor. Seguro que no dirían lo mismo si ellos tuvieran ese infierno delante de sus narices.

Por descontado que son posibles unas fiestas patronales que agraden a todos. Pero ello pasa porque se logre dar con el término medio en el que nadie se sienta perjudicado, con generosidad y sentido común. Lo contrario, además de insalubre, es injusto.