Hace años, en Galicia, la tierra tenía todas las sombras del color verde y el cielo todos los tintes grises. A veces aparecía el sol durante unas horas, para recordarnos que el cuerpo celestial aún existía. La lluvia caía sobre nuestra tierra como si fuese la Fiesta del Agua. Las vacas y cabras tenían que trepar las colinas para poner en seco sus ubres.

Gracias al sonido de la gaita, los feroces cantos y la destilación del orujo, los gallegos podían sobreponerse para no caer en la depresión. En las tabernas encontrábamos mucha bondad y alegría, con aquellos carajillos, hoy chupitos.

Con el cambio climático todo es diferente, aquellas sombras verdes hoy arden como la paja y el sol se deja ver más que la lluvia. Aquel sol gallego parece que fue sustituido por el de Córdoba, con temperaturas hasta los 40 grados.

Por la temperatura, los gallegos no pueden adaptarse a los horarios europeos, la siesta es cada vez más larga y esto perjudica a los jóvenes más creativos, pues se ven obligados a buscar un futuro muy lejos de su tierra. Lo más curioso es que nunca supimos aprovechar las aguas de aquellas lluvias y hoy, el calor del sol.

Nuestros montes arden, viendo las llamas, nos damos cuenta que los terroristas forestales están entre nosotros y son muy activos. ¿Sus motivos?