Si no me falla la memoria no hay en nuestra ciudad de Vigo una fecha histórica, social o religiosa que concite una afluencia humana como la que se vive en la tradicional procesión de El Cristo de la Victoria. Sin publicidad, condición, creencia. En síntesis, sin ruidos. En su virtual referencia teológica cabe la humanidad entera por el mero hecho de ser criatura humana. Esta dicotomía que implica el innegable sentimiento religioso y el laicismo radical o gnosticismo vivencial que revive después de muchos siglos al propagarse sibilinamente como rama heterodoxa del cristianismo consistente en que ni la sola fe ni la muerte de Cristo bastan para salvarse al ser el ser humano soberano de sí mismo, suscita una seria reflexión trascendente.

Si carece de algo este magno acontecimiento es de poesía salvo el minuto final cuando estrellas y cirios conversan entre si la gloria de Dios y sonríe el crucificado de regreso a su concatedral.

No es una procesión cualquiera. No hay nada de artificio en su realización. La diversidad se unifica en el brillo cirial, en el goteo de sus frágiles cuerpos, en la silenciosa intencionalidad de gratitud, súplica o romanticismo que se intuye en su trémula llama agonizante. Deduzco de estos signos formales que si el universo se redujera a la ciudad, Dios se hubiera desprendido de la cruz, y como un día con los discípulos de Emaús, aparecería entre la multitud sumamente agradecido. De hecho lo hace, pero en actitud redentora. No obstante, para que esto fuera realidad, sería necesario en el orden litúrgico de la fe un apretado vínculo entre el sentimiento y la creencia.

Mi perplejidad no deviene del gnosticismo y agnosticismo cuanto del impacto a escala metropolitana de la asistencia humana al acto provocado por un impulso del corazón que es donde realmente se fortalece la creencia, según Blaise Pascal.

Me inquieta que este derroche de auténtica confesión religiosa no se sustancie en los templos. Que lo que fue origen de expansión desde las catacumbas, sea en este siglo la causa del olvido sin que por eso, a su manera, Vigo deje de estar protegida por su Cristo de la Victoria, como lo prueba su apogeo, su atención abrazadora a gente de otros pueblos, su respeto a las variables del pensamiento humano en perfecta conformidad. Tengo edad para afirmar que Vigo madura en su devenir a escala cósmica. O lo que es igual, en un humanismo consciente.

A pesar del tiempo ido, no hay primer domingo de agosto que esta liturgia procesional no me produzca chispazos de entusiasmo por la curiosa complicidad de efectos contrarios en perfecta armonía.