Alguien me dijo hace poco: "Me gusta el Papa Francisco. Dice cosas distintas; no es inmovilista". No le convencí de que hay temas que sí pueden cambiar -porque cada uno es cada uno, y somos diferentes; pensamos, hablamos y actuamos distinto-, pero que otros no cambiarán nunca, porque sería traicionar su propia verdad.

De todas formas, empecé a leer la carta de Francisco sobre el matrimonio y la familia -la que recoge las conclusiones del tan comentado Sínodo sobre ese tema-, intentando buscar ese "algo distinto" al que se refería esa persona.

Elegí un tema al azar: la defensa de la vida. Cito textualmente un párrafo de la carta, entre otros muchos que podría destacar (no sé qué recurso literario habría que utilizar para animar a leerlo despacito, sin perder una palabra):

"No puedo dejar de decir que, si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una vida humana y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo, la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma, y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano." (Amoris Laetitia, del Santo Padre Francisco; p. 83).

¡Más claro, agua! El valor de la vida humana es el que fue, el que es y el que será siempre. Y los que digan que el derecho sobre el cuerpo de la madre prevalece sobre el de la vida de un ser humano inocente..., ¡pues que lo digan! Pero que no esperen oírselo al Papa.