Como todo buen cuento que se precie, el de Aurelio no empezaba, allá por el 1977, con el consabido: Érase una vez? Él había sido un "iconoclasta", el precursor de la conciencia social, acuñada con una frase que descansa en el Olimpo de las máximas de nuestra cultura: Hacienda somos... No obstante, su obra seguía los cánones de las historias de princesas: la lucha contra el mal, un príncipe alto y guapo. En su caso, los dragones eran sustituidos por la economía sumergida de los vasallos de la princesa, los cuales pagaban religiosamente sus diezmos para que no pasase frío durante el invierno en su villa, allá en lo alto de una colina; para que durante la época estival las fastuosas embarcaciones le alejasen de la molesta compañía de los plebeyos. Pero un día sintió que la colina era demasiado baja y los barcos, demasiado pequeños. Entonces, por amor, y solo por amor, ella desoyó lo que la razón le susurraba para escuchar el dictado de su corazón y fue entonces cuando el abnegado príncipe salió en pos de los sueños de ambos.

Otro día cuento "El Botín" de la Princesa. ¿O era Cenicienta? Ese en el que se buscaba algo ad hoc.