Como todos los días, desde hace tres años, veo a Manuel defendiendo su puesto de trabajo a primera hora de la mañana al pie de un semáforo un desapacible día de invierno amenazante de lluvia. Me comenta que, a pesar de la Navidad, continúa siendo invisible para todos los que nos protegemos de la realidad tras la ventanilla de un coche; eso se traduce en pocas ventas de kleenex, pero no las suficientes para poder comprar mañana las doce uvas que cambien el futuro de sus dos hijas pequeñas. El color verde se ilumina y nuestra conversación finaliza con su silueta derrotada en mi retrovisor.

A la vuelta de mi trabajo, su trabajo no ha finalizado todavía: una bolsa llena de pañuelos esperan ser vendidos, y las expectativas no son buenas. De repente, todo cambia con la lluvia, los remordimientos de conciencia de los conductores logran que la cara empapada de Manuel se haga visible con cada euro ganado.

Hoy asoma el sol, mal día para Manuel. Al llegar a su semáforo un anciano parece haber ocupado su lugar. Continúo, preocupado, y al pasar por delante de una frutería cercana lo veo colocando cajas de uvas.