Decía Abraham Lincoln, que "Ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otros sin su consentimiento".

Es por eso que cada mañana me levanto, y mientras desayuno, ojeo con interés la prensa, que con artículos, más o menos direccionados, supuestamente me ayudarán en la difícil tarea de decidir en quién confiar mi futuro.

Nos encontramos en campaña. Campaña electoral, a la que por desgracia el pueblo se ve sometido con demasiada frecuencia. ¿Debemos acudir a las urnas?, nos preguntamos. ¿Debemos volver a ver nuestras esperanzas tiradas a la basura? ¿Debemos volver a confiar en quien hace no demasiado tiempo nos ha mentido y estafado? O por el contrario debemos mirar para otro lado y dejar que sean otros los valientes que decidan nuestro futuro.

En esta ocasión, como en tantas otras, tenemos un dilema. Esta vez, enorme y complejo. Apoyamos a un "gran hombre cuya agenda no le permite debatir sobre los asuntos de Estado, pero sí comentar el deporte nacional"; nos decantamos por "un joven entusiasta que nos aconseja leer a los clásicos sin haberlos leído él"; preferimos a "quien dice estar en contra del sistema y nos dice que podemos, no sé muy bien a qué se refiere ¿qué es lo que podemos?, ¿ puede él o podemos nosotros?"; o por el contrario confiamos en "ese chico que se define a sí mismo como alguien normal, de clase media, familiar y que bailaba break dance hace ya algunos añitos".

Yo le sigo dando vueltas, y entendiendo desde mi humilde posición de ciudadana, que los que gobiernan nuestro destino deberían por lógica ser aquellos preocupados por el servicio público, por el bien común, aquellos mejor preparados. Me pregunto una y otra vez, ¿qué debo hacer?