Despierta la memoria más en las desgracias que en las alegrías. Viví mis primeros años de juventud con los ojos más allá de los Pirineos. Sin conocerla visualmente, Francia me atraía por su pensamiento filosofal y literario. En el primer caso, en los cursos de filosofía con René Descartes, Blaise Pascal, Rousseau, Voltaire. Y bastante más adelante, al estar prohibido por la censura, a Simone Weill, Francoise Sagan, Simone de Beauvoir, Camus, André Gide y los universales Víctor Hugo, Julio Verne, Sartre, mínima mención de la inacabable presencia de famosos de las ideas y de la estética literaria. Se estudiaba francés por razón de vecindad. Surgió mi admiración por esta nación a escondidas de una época en que la censura coartaba la posibilidad de crecer por uno mismo. Se retrasaba la mayoría de edad a punto de jubilarse. Mejor dicho, hasta después de la jubilación.

En un viaje de una semana a la preciosa capital de Angers tuve la fortuna de recorrer en una mañana el Sena en tranvía y darme cuenta de lo pequeño que era ante la catedral de Notre Dame. Y en los cientos de km. de ferrocarril se fijó en mi mente el carácter y señorío de sus gentes. Eran las siete y media de la mañana de diciembre. A la naveta subía gente sin cesar. La estación siguiente estaba a 200 km. que se tragaba la locomotora en un suspiro. No daba crédito lo que estaba viendo. Apenas un susurro, ellos con sus periódicos, documentos; ellas, con sus calcetas y revistas, todos sin una voz más alta que otra. La conversación era un cuchicheo. Me impactó. Y deduje la elegancia y cultura de un pueblo respetuoso con las filosofías y creencias sin darse de cachetes. De soslayo, tras la reiteración sobre un drama nacional sufrido por terroristas, una muestra de lo que acabo de escribir, es esa procesión de gente dejando el estadio, a paso, cual una escena del "Vapensiero" cantando el himno nacional como un brindis por los muertos, como una oración, un réquiem, elogiable y a la vez sensible y ejemplar.

Con el bosquejo político de las autonomías, el mundo se ha reducido a una municipalidad. Ni siquiera regional. Menos, nacional, y nada del mundo exterior que no lo muevan el dinero, la desgracia de los refugiados, las ideologías enfermizas impregnadas de dogmatismo.

He de esperar al Tour de Francia para recrearme en su inigualable aspecto paisajístico, recrearme en la bella arquitectura de sus catedrales, templos y abadías, recurrir a los libros para impregnarme de un pensamiento más culto, como ahondar en el corazón de Simone Weill cuya concepción de la vida es de una innegable universalidad.

No es el primer drama en tan poco tiempo del siglo XXI, pero ha sido en Francia, a una gente abrazada a la alegría de la música y en un país al que siempre he tenido un sentimiento preferencial porque ya en época anterior y por sí sola, representaba a la Europa humanística de alto vuelo.

¡Cuánto lo siento, Francia!