Este fin de semana he estado en León capital. Iba preparada para volver a disfrutar con la gran riqueza artística de la ciudad y el ambiente de sus calles, cuando, al atravesar uno de sus famosos paseos, me sentí literalmente prendada con lo que veían mis ojos: la gran belleza cromática de los árboles y sus hojas, muchas de ellas convertidas en hojarasca que, al paso de los viandantes, arrancaba toda una sinfonía de crujientes sonidos. He podido escuchar quejas de personas (probablemente residentes en la ciudad) que se lamentaban del exceso de hojas caídas. Sea como fuere, me encontré con caminos que habían pasado de verdes a amarillos, pues de ese color era la alfombra de hojas que los cubrían. Otros, tenían tal variedad de tonalidades que no sabría decir cuál predominaba. Mi cámara fotográfica trabajó sin descanso, con la intención -en vano- de plasmar tanto esplendor. Quien piense que el otoño es gris, mire las arboledas y jardines de su entorno y cambiará pronto de opinión. Los colores cálidos del otoño nada tienen que envidiar a la explosiva primavera. Ambas estaciones nos ofrecen una gama de colores tan rica que no cabría en la paleta de un pintor. Así de maravillosa es la naturaleza.