Parece increíble que ya hayan transcurrido catorce años. El tiempo no entiende de sentimientos y no se detiene ante nada; es indiferente tanto en las alegrías como en las desgracias del ser humano. Aquel aterrador once de septiembre es imposible de olvidar. Cuatro aeronaves bajo el control de unos suicidas árabes sembraban el terror en el país más poderoso del mundo. Miles de personas perecían como consecuencia de unos atentados terroristas que infligían además de dolor y desolación, una inseguridad y pánico sin precedentes en los estadounidenses. No dábamos crédito a lo que veían nuestros ojos. No era una emocionante serie televisiva lo que nos tenía en vilo delante de la pantalla. Grandes bolas de fuego en el cielo de Manhattan, eran el preámbulo de un escenario tétrico de muertes y destrucción. Dos emblemáticos rascacielos, las torres gemelas del World Trade Center, eran pasto de las llamas tras impactar contra ellas dos de los aviones secuestrados, para convertirse poco tiempo después, en comburentes escombros que hacían irrespirable el aire incandescente de Nueva York. Las monstruosas deflagraciones originadas por los impactos de otros dos aviones, uno en Virginia contra el Pentágono, y otro, en Pensilvania, eran el epílogo de unos ataques ejecutados por discípulos de Osama Bin Laden. Catorce años después, Estados Unidos continúa llorando a las miles de víctimas.