Vivimos en Occidente la era del progreso, o eso nos dicen, y para confirmarlo nos dedicamos a contrastar nuestro mundo con el mundo pasado. Al terminar, todos parecemos sentirnos siempre muy reconfortados. Ahora tenemos agua caliente, antes no la tenían -nos decimos-, ahora tenemos calorcito en casa, antes no, ahora curamos las enfermedades, antes no. Antes viajaban en burro, ahora nosotros lo hacemos en flamantes automóviles. Y al final, después de haber hecho esta comparativa, nadie se atreve a decir que no vivimos en un mundo mejor. En el mejor que han conocido los tiempos.

Pero será interesante no quedarnos ahí, y hacer a continuación un examen más amplio. Por ejemplo comprobando las cosas que es seguro que no han cambiado. Y así veremos que lo que no ha cambiado entre una época y otra es el orgullo de un padre por un hijo que sigue su oficio o profesión con gran responsabilidad. Ni ha cambiado la felicidad de una madre que ve a sus hijos sonreír. Ni la tristeza que produce la enfermedad de un ser querido. Ni la satisfacción por el trabajo bien hecho. Ni el deslumbramiento que produce la belleza. Ni tampoco ha cambiado la fuerza del amor, ni tampoco la de la pasión. Nada de todo esto ha cambiado. Podemos decir así que en las cosas que más nos afectan y emocionan, que nada tienen que ver con el confort, el ser humano en poco o en nada ha cambiado. El hombre que hoy habita el mundo es el mismo que el de hace siglos y siglos. No nos creamos mejores, pues.

Pero aún podemos ir más allá, y podemos pasar a comprobar en qué cosas no estamos mejor que ayer. Por ejemplo, en arte y cultura. ¿Hemos superado a los clásicos griegos en delicadeza, en expresión, en fondo, en perfección? Y la cosa es aún peor en lo social, si tenemos en cuenta que el occidental de hoy ha traído la novedad histórica de que por primera vez las mujeres cuestionan a sus hijos cada vez que se quedan embarazadas, una acción que promociona y financia el propio Estado. ¿Lo mato o no lo mato?, es la pregunta inmediata que la madre se hace hoy respecto de su hijo (y la que le hará también el médico, cuando se interese por él: "¿Desea usted a su hijo, señora, porque si no es así, la podemos ayudar a matarle?", es lo que le preguntan hoy a las mujeres, en la era del progresismo). Antes la vida del hijo nadie la cuestionaba, mucho menos un médico, salvo las excepciones que todos ya sabemos, que eran siempre fruto de las miserias de los mayores, y nunca de las necesidades del hijo. Y tampoco en el pasado se daba la misma incomprensión que hoy se tiene hacia los mayores o ancianos. Es más, hasta hace pocas décadas, los que peinaban canas eran venerados, y su consejo era siempre tenido en cuenta. Los mayores eran la cadena que a todos mantenía unidos con su tradición, con los ancestros más lejanos, a quienes sin duda había que estar agradecidos por darnos el relevo. Pero no, ahora que tenemos el progresismo metido en la cabeza, parece que somos nosotros los primeros hombres que pisamos la tierra. Y qué decir del fracaso generalizado de la familia, y de los valores, y de la desaparición de un amor comprometido ("te amaré sin esfuerzo, solo mientras me interese", es como nos dicen hoy que debemos amar), y de la poca preocupación por la coherencia. Nos da lo mismo lo uno que lo contrario, que no hay verdad. Y así hemos dejado de preocuparnos por la verdad, y por quién fue aquel que nos trajo aquí. Y llegados a este punto, nos debemos preguntar, ¿podemos dar lecciones nosotros al hombre de ayer?

Si hay una cosa que es seguro que nos ha traído el progresismo moderno es esa especie de soberbia histórica que nos hace creer que somos mejores que los hombres de cualquier otra época, cuando quién sabe si acaso no seremos los peores. Eso sí, bien aseaditos con abundante agua caliente, ¡que tenemos lo mejor, oiga!