Entró en el bar luciendo una sonrisa sincera.

Al llegar a la barra, dio un pequeño giro sobre sí mismo para observar una vez más, como cada mañana desde los últimos tres años, aquella pequeña taberna: cinco mesas repartidas milimétricamente por toda la estancia, cuadros en blanco y negro de paisajes repletos de colores, gritos sinfónicos que perjuraban fueras de juego que nunca habían existido y ringleras de botellas de vino repletas de nostalgia.

El cincel no había esculpido ninguna novedad desde su última visita. Aunque él sí había tallado un cambio de rumbo en su obra romántica. Y por eso estaba allí: para contarle a todos sus camaradas sin nombre que por fin había conseguido su sueño.

Gritando de felicidad abandonó el local con una hilera de pasos que parecían querer reproducir alguna canción alegre de Phil Collins. Pero el sueño, fuera cual fuera, se tornó en una creciente pesadilla dentro del bar.

Las lenguas se convirtieron en serpientes que pronto desmembraron su éxito para transformarlo, bajo su complicidad, en tan solo un mediocre ejercicio de injusticia. Volaron injurias donde minutos antes había habido sonrisas; y la estancia se vició de una espesa nube de polvo que parecía corromper los pensamientos de todos los presentes. Era envidia.

La península sigue navegando a la deriva en un mar lleno de nervios.

La gente mira hacia adelante con un ojo puesto en los pasos que ha recorrido hasta ahora, y con otro escondiéndose entre los pasos que ha recorrido el de enfrente.

Las mentes, débiles ante el hastío de estos tiempos modernos, han sucumbido ante la crueldad; codiciando sueños que antes ni dormían y buscando lágrimas entre las sonrisas que nacen en la calle de al lado.

Ahora el beso de Judas vive en cada par de labios.

La desconfianza brota de cualquier jardín; transformando bellas violetas en cicutas cargadas de veneno.

La cooperación se ha convertido en la última especie en peligro de extinción. Y las personas han cambiado corazones calientes por cerebros en edad de hielo.

La crisis, tan poderosa como aquella que se nutre de bolsillos vacíos, también ha llegado a las emociones.

Y lo triste es que ellas concatenan aún más desgracias: porque donde debería haber un pueblo, tan solo hay chozas individuales de puertas bajo llave.

Nos hemos convertido en marionetas de un sistema que no solo ha robado carteras, sino también espíritus.

Y lo peor es que nadie parece notar los hilos; incluso algunos se dejan tirar por ellos para ver hasta dónde pueden llegar sin la ayuda de los demás.

El telón sigue subiéndose, poco a poco, mientras la gente ocupa sus asientos para recrearse en la obra de sus propias desdichas.

Ellos la alimentan; son los actores principales de una película en la que otros se llevan la recaudación. Y que se sigue estrenando cada día. Siempre con el mismo éxito de taquilla.

La unión suena a utopía.

Ya nadie cree en un mundo feliz.

O quizás, simplemente, ya nadie cree en nada.