La mía podría definirse como la típica familia acomodada caída en desgracia debido a la llegada de la actual crisis económica; yo sin embargo creo, por extraño que resulte decir esto, que "cayó en gracia".

Desde que gozo de razón nunca nos ha faltado cualquier cosa que se nos antojase. Si mi madre quería una prenda de marca, al día siguiente encontraba su cama cubierta de bolsas a rebosar. Cuando mi padre insinuaba que le gustaría un nuevo equipo de música, al momento aparecía uno del valor de un coche en el salón. En el caso de que yo comentase que a un amigo mío le habían regalado una nueva videoconsola por su cumpleaños, como por arte de magia obtenía la misma con todos los extras que existiesen en el mercado, bien fuera Navidad o un martes cualquiera. Una vez al año no faltaban los viajes a paraísos tropicales, de esos a los que todo el mundo sueña con ir en su luna de miel.

Lo teníamos todo... y no apreciábamos nada. ¿La felicidad? Una emoción que se daba por hecho disfrutábamos, no obstante se trataba de un pariente lejano que rara vez nos visitaba y, cuando lo hacía, se quedaba por poco tiempo. "La felicidad son destellos", nos dijo un día mi padre, "viene de vez en cuando, no es lo normal". ¡Qué equivocado estaba ese santo barón! Pero claro, en aquella época resulta comprensible que razonase así: no conocía otro estilo de vida que el suyo, tan cómodo e insípido.

Sin embargo llegó el día en que nuestra suerte acabó (o hizo acto de presencia, según se mire), y por un revés del destino nuestros bienes dejaron de ser nuestros para acabar siendo repartidos entre el banco y los acreedores con el fin de cubrir las deudas. Al principio fue duro, pero con el paso de los meses, una vez nos adaptamos a una existencia mucho más humilde, descubrimos que la vida jamás había sido tan satisfactoria. La sonrisa de mis padres tomando unas cañas con los nuevos compañeros de trabajo de mi madre, quien nunca había necesitado empleo hasta entonces, es tan pura que al recordar sus rostros cuando se concedían sus carísimos caprichos, en comparación, se me antojan muecas fingidas sin el menor atisbo de alegría ni ilusión. Por mi parte... No supe lo que era ser feliz hasta que nos arruinamos. A día de hoy otorgo más valor a la camiseta o la paga que me obsequian cuando pueden permitírselo, precisamente porque sé que es todo lo que me pueden dar, que a los innumerables lujos con los que antes me colmaban sin siquiera pedirlos ni mucho menos necesitarlos; y aventuro que lo mismo les sucede a mis progenitores: esas cervezas con los camaradas tras un arduo día en la oficina luchando para ganarse el pan transmiten a sus paladares la sensación de haberse ganado cada trago, lo que sin duda es para ellos más dulce que el más caro y exclusivo de los manjares a los que antes tenían acceso.

Como ya he dicho, fueron tiempos más fáciles... pero no tiempos más felices. Me alegro de haber caído en desgracia.