¿Es el teléfono 016, para denunciar los malos tratos? Buenos días. Lo mío empezó antes de que yo naciera, pues mi padre fue el párroco de Padrón, que se aprovechó de mi madre haciéndola desgraciada para toda la vida. Siendo adolescente empecé a sentir el desprecio de los demás por ser hija de soltera e hija del cura; y descubrí la dura realidad de la sociedad machista en la que me había tocado vivir. Quise canalizar mi melancolía en actividades artísticas y culturales, pero fui discriminada: aquello me llevó a la soledad y a la tristeza, y empezaron a llamarme "la loca". No podía resignarme a aquel mundo feudal donde los hombres solo permitían a las mujeres ser sumisas esposas, condenándolas a permanecer siempre en el hogar y a merced de la voluntad del marido. Por eso, cuando cumplí 19 años decidí luchar contra el destino y me escapé a Madrid con mi tía y una cuñada. Quise formarme y convertirme en escritora: pero también sufrí el rechazo de los círculos culturales restringidos a los varones. Y en mi desesperación me pasó lo que había jurado que no me ocurriría nunca: perdí la cabeza ante los halagos de un crítico literario, también gallego, que me dejó embarazada. Tras muchos esfuerzos y presiones conseguí que se casara conmigo, porque no estaba dispuesta a seguir viva sufriendo el calvario que tuvo que pasar mi madre, ni a que el hijo que llevaba en mis entrañas sufriera lo mismo que yo: pero Manuel, que así se llamaba la persona que se convirtió en mi esposo, no accedió a que mi madre viniera a la boda, ni a volver a Galicia hasta después del enlace, donde ya nació mi hija.

Mi vida con mi marido fue un continuo sufrimiento: como dejé escrito, siempre le tuve más respeto que amor. Manuel pasaba largas temporadas fuera de casa, y por pudor y decencia evitamos que trascendieran sus infidelidades. Como historiador y escritor se convirtió en líder intelectual del llamado Rexurdimento, y me utilizó para sus fines políticos: me robó unas poesías que yo había escrito para desahogarme, y las publicó en Vigo sin mi permiso: eso fue el año 63, hace ahora siglo y medio. En vista del éxito, me usó como referente de su movimiento galleguista, y me exigió escribir más. Le acompañé una temporada a Madrid, en donde mis escritos me proporcionaron un poco de dinero. Pero por ser mujer no me pagaban mucho ni bien, y a veces ni lo hacían: el propio Bécquer murió en diciembre de 1870 sin pagarme lo acordado por un artículo que le había enviado para la Ilustración Española. Regresamos a Galicia y seguí escribiendo, aunque mi costumbre de decir las cosas claras me ocasionó problemas: un día un grupo de 200 seminaristas de Lugo apedrearon la imprenta que publicaba el Almanaque de Galicia por aceptar una colaboración mía en la que criticaba la hipocresía de algunos religiosos. Quisieron amedrentarme, pero no me amilané y seguí escribiendo. Mi fama iba creciendo; pero los amigos de mi marido empezaron a criticarme, diciendo que todo lo bueno que yo publicaba me lo escribía el: no concebían que una mujer pudiera desarrollar una actividad intelectual. Y un día que publiqué en El Imparcial de Madrid un artículo relatando la inaceptable y machista costumbre llamada "prostitución hospitalaria", que todavía perduraba entonces en algunos lugares de la costa gallega, y que consiste en que los hombres ofrecían a los marineros que acogían en sus casas el regalo de pasar la noche manteniendo trato carnal con sus esposas o hijas, aquellos "rexionalistas" se lanzaron contra mi diciendo que yo quería desprestigiar a Galicia difundiendo mentiras. Me indigné, pero no pude hacer nada contra ellos, porque no tuve el apoyo de Manuel ni de nadie.

Cuando se produjo mi fallecimiento, mi marido destruyó algunas de mis cartas, y varios artículos y obras que yo había conservado para que se publicaran, como la historia de mi abuelo José Castro. Incluso después de muerta seguí sufriendo agravios de aquellos hombres, que manipularon mi memoria y modificaron partes de mis obras (borrando párrafos feministas, o críticas a la Universidad de Compostela); también se aficionaron a cambiar la ortografía de las obras que escribí en gallego, para publicarlas en un gallego oficial y frío que no era el que se hablaba antes ni ahora: ya no son mis palabras sino las suyas. Y como colofón, sufrí el infamante secuestro de mi cuerpo: porque yo había sido enterrada en el cementerio de Iria, en Padrón, donde había pedido expresamente descansar para siempre; pero seis años después de mi óbito aquel grupo de regionalistas, con mi marido al frente, perpetraron la exhumación y me trasladaron a un mausoleo que habían hecho para mí en Santiago, convirtiéndome contra mi voluntad en musa y objeto de culto de su ideología, a pesar de que yo había renegado de ellos y había dejado de escribir en gallego como respuesta a su inquina. Termina aquí mi denuncia. Gracias por atenderme. Sólo les ruego que hagan lo posible para que devuelvan mis restos mortales a mi querido cementerio de Padrón. ¡Quiero descansar en paz, sin que los hombres me impongan su voluntad! ¡Quiero ver el mar! Soy Rosalía Castro de Murguía: ¡por favor: ayúdenme!

*Profesor Asociado de la Universidad y Coordinador UPyD Vigo.