Cada día que pasa tengo más claro en qué consiste el planeta que habitamos: el mundo al revés. Conscientes de la cada vez más precaria situación social, desconfiamos del que apenas nos puede hacer daño y confiamos en quien no debemos. No existe moralidad alguna. Solo egoísmo, avaricia y un puñado -demasiado grande- de desgraciados que están arruinando este país. Los lobos con piel de cordero son una especie en aumento. Millones de euros se nombran a diario en medio de noticias de corrupción y cifras astronómicas que parecen calderilla en manos poderosas. El dinero está ahí, jamás se ha ido, solo pulula de una mano sucia a otra de su misma condición. Y, mientras, muchos pasan hambre o se han visto en la calle por no haber podido pagar su hipoteca religiosamente. En ese caso, su banco se adueña del piso y la deuda continúa vigente, como un tatuaje imborrable en la piel de los desahuciados, que pasan a ser vulnerables ciudadanos sin apenas derechos frente a un sistema que se ha cargado de un plumazo el estado de bienestar. Mientras, la gran mayoría dirige su vista hacia otro lado. Esto, obviamente, no le ocurre a los grandes poderosos de manos manchadas por la corrupción, que ya habrán previsto el posible destape de sus ilegalidades y guardado algunos milloncitos sin importancia en algún paraíso fiscal. Además, si encima alguno de ellos ha compartido colchón con alguien de sangre azul la corrupción no supone conveniente alguno para recibir suculentas ofertas de empleo desde el extranjero. Imagínense una situación similar para un ciudadano común. Imposible, ¿verdad? Insisto, el mundo al revés y la lógica arrastrada por los suelos.

Poco a poco, nuestros derechos van mermando y las leyes impuestas son cada vez más injustas. Como dijo Gandhi, "cuando una ley es injusta, lo correcto es desobedecer". No es mi intención ser extremista, pero el sentido que tiene esta frase se incrementa a pasos agigantados.