Todas las once de la mañana eran de Antía. Sentada en un banco mientras deshojaba margaritas, esperaba su tranvía. Bajaba el picador con sus galones, y con la gorra calada entre orejas de soplillo gritaba –¡¡Algún pasajero de Panxón a Ramallosa, Baiona!!– entonces Antía corría y le decía: –Yo, yo yo...– él se inclinaba y tirándole de las trenzas le negaba con la cabeza –las niñas guapas no viajan solas– y con desazón Antía veía partir su sueño de hojalata.

Ayer pasé por ese banco, una anciana buscaba con la mirada una margarita, me acerqué y le pregunté: –Puedo sacarle una fotografía– ella asintió. Hoy tengo su retrato entre mis dedos, y perdí mi mirada en sus ojos ¡¡cómo hablaban!! Cerré los míos con fuerza.

Las dos compartíamos el mismo banco, por fin apareció el tranvía, con voz amable me pidió que le ayudara, y juntas compartimos un viaje con vistas al mar. Miramos a través del cristal moteado bosques sin tiempo con olor a lluvia, gaviotas volando entre las olas, un desierto de dunas de arena, donde los niños nos saludaban al pasar. Llegamos al final del trayecto y me asió con fuerza las manos, y me dijo: –¡¡Tantos años esperando!! esta es mi parada–

Se perdió en un horizonte malva, arropada por la espuma del mar que traía margaritas que se plegaban a sus pies, una barca recogió su última cana, un horizonte infinito lamió la sabiduría verde de su alma, abanderada por el canto libre de los gorriones. Volví a pasar por el banco. Ya no estaba. Una margarita blanca su halo amparaba. Pasé mis yemas por la fotografía, una vida buscando una parada. Me senté en su vacío a mirar sus ojos, recorrí con la yema de los dedos el tranvía sepia del olvido.

Dedicado a mi madre, en memoria del tranvía de sus recuerdos, el mismo que un día recorrió toda la frescura y color del Val Miñor. Un viaje era una aventura, con olor a eucalipto y sabor a mar.