Los expertos saben que comer con la TV encendida, o soportando música, es un mal hábito alimenticio que tiene consecuencias negativas para la salud.

En general, son perjudiciales todos los hábitos de distracción mientras se come. No es este el lugar para explicar porqué, nos basta con saber que lo son.

A pesar de ello, se hace imposible en la práctica comer en restaurantes sin tener que soportar músicas o televisores. El consumidor se ve forzado a comer en esas condiciones insalubres, al margen de voluntad.

El Estado debe garantizar al derecho del cliente a comer en condiciones saludable si ese es su deseo. O sea, que si un restaurante quiere ofrecer servicios adicionales de música o televisión, debería hacerlo de forma que el cliente pudieras recharselos a voluntad. Por un lado, porque son servicios que no guardan relación con la comida, que es el producto que el establecimiento está autorizado a comercializar. Eso los haría susceptibles de rechazo incluso aunque no fuesen perjudiciales para la salud. Que alguien quiera no comer no significa que quiera ver la tele. Y en segundo lugar, porque en efecto sí perjudican la salud.

El Ministerio de Sanidad debería entonces obligar a los restaurantes a disponer de un comedor aparte para quienes deseasen ver la TV o escuchar música mientras comen. Como debería hacerlo, por ejemplo, para dar servicio de hipotéticos clientes que quisieran hacerlo jugando al futbolín. Si no pueden establecer esa diferenciación, entonces deben imponerse las condiciones saludables.

Condiciones en las que el cliente, además, pueda acceder estrictamente al producto propio del establecimiento si lo desea, sin otros aditivos.

El derecho de unos a la salud tiene prioridad sobre el derecho de otros a hábitos de importancia secundaria.

Una situación análoga a la que hasta hace poco tiempo se vivía con el tabaco.