El Estado español no es una institución capaz de defenderse sino un aparato amorfo, sin nervio, a disposición del primero que venga a ocuparlo. Nuestra historia está llena de golpes de Estado, con sangre o sin ella, pero ahora sabemos que en él puede entrarse sin violencia alguna, como un acto cotidiano, a través de usurpaciones paladinas o clandestinas.

Nuestro Estado (valga la imagen) es un animal dócil que obedece sin rechistar a quien tire de las riendas –sean visigodos o musulmanes, austriacos o borbones, tecnócratas o políticos– sin preguntarse siquiera por su legitimación ni por la corrección de su ejercicio. La docilidad es tanta que resulta muy sencillo desviar el aparato de sus fines y aplicarlo a los intereses privados de los ocupantes.

Un Estado debidamente institucionalizado, en cambio, no tolera ciertos abusos y mucho menos la alteración de papeles: los gobernantes están al servicio del Estado y no éste al servicio de aquéllos. Un ente institucionalizado supone una organización con ciertos resortes vitales que le permiten resistir determinadas agresiones tanto externas como internas. En un Estado de este tipo, por ejemplo, las arbitrariedades con los ciudadanos son corregidas por los Tribunales de Justicia o el Defensor del Pueblo y las irregularidades internas se bloquean, casi de forma automática, por la Intervención General, la Inspección de Servicios o el Tribunal de Cuentas. Pero, en cambio, un Estado desvertebrado y desideologizado, como es el español, carece de inspiración propia y de capacidad de resistencia.