El trabajo engrandece al ser humano. ¡Qué gran verdad! Trabajo en Vigo pero vivo en el Val Miñor y los primeros meses decidí acudir al trabajo en transporte público. El autobús que comunica mi casa con el centro de Vigo pasa cada hora, exactamente igual que hace treinta años, recordándome con nostalgia mis años jóvenes.

El autobús tarda 45 minutos o más en llegar a Vigo, con lo que podía disfrutar de un paisaje maravilloso mientras preparaba unas oposiciones; después debía esperar en la calle otros quince minutos para coger otro que me llevase al centro, permitiéndome valorar en profundidad la belleza de la arquitectura urbana y la fluidez del tráfico en hora punta; y otros diez minutos más en el segundo autobús hasta llegar a mi trabajo, tiempo que aprovechaba para corregir los deberes de matemáticas de mi hijo.

El regreso podía alargarse más para poder compaginar transbordos, así que opté por escribir mis memorias, que ya he mandado a una editorial.

Por introducir un enriquecedor cambio en mi vida decidí ir al trabajo en coche. Como llego temprano suelo encontrar sitio para aparcar en la calle, y me dispongo a iniciar una rutinaria jornada laboral, pero menos mal que el Ayuntamiento se solidariza con los trabajadores y nos propone un juego diario para romper la monotonía: cada dos horas me obliga a cambiar el coche de sitio, so pena de multa o cepo, y es la mar de divertido. Salgo con la lengua fuera, desaparco el coche y doy mil vueltas buscando un hueco libre. Cuando lo encuentro (si hay suerte) vuelvo a pagar la ORA y corro al trabajo para encontrarme de bruces con mi jefe, que me recibe sonriente y me dice que se lo pasa bomba conmigo y que, si sigo así, me va a subir el sueldo.

El trabajo me engrandece tanto que los fines de semana me los paso durmiendo, deprimida por la falta de actividad.